La educación es el gran activo de nuestro País. Sin embargo, la misma está atrapada entre convertirse en la real “promesa” para salir del atolladero donde nos encontramos o pasar el cedazo del inevitable y riguroso “cuadre” presupuestario en tiempos de una Junta de Supervisión Fiscal y las múltiples consecuencias que ese acto puede arrojar.
El ejercicio de propiciar el desarrollo pleno de nuestros estudiantes y adecuar esa educación a una menguada asignación presupuestaria, no es tarea fácil para ningún administrador y educador, como lo debe ser un Secretario de Educación y sus colaboradores. Los tiempos de estrechez económica obligaron, desde el 2014 hasta el presente a lo que se ha denominado un “Plan de Transición y Reorganización” mediante el cual se consolidan planteles, se redistribuyen los maestros y otro personal, se reinventan los recursos fiscales disponibles y se busca la eficacia de un sistema en el que, sin duda, hay margen para realizar una reingeniería de los procesos y modos de operar de manera distinta a lo que, históricamente, hemos estado acostumbrados.
La realidad es que la matrícula de los estudiantes en nuestras escuelas públicas ha mermado en la últimas décadas y, por tal razón, las acciones que se emprendieron antes eran inevitables, así como las que se realizan en estos precisos momentos. Según la propia página de Internet del Departamento de Educación, en una primera fase, se determinó reorganizar ochenta (80) escuelas y en estos momentos no se ha precisado cuántas más serán “reorganizadas”.
Nadie se llame a engaño, mientras nuestra Isla siga perdiendo población y sus recursos económicos continúen reduciéndose, no hay manera de sostener o perpetuar lo conocido porque los tiempos demandan otras acciones ante las nuevas realidades. Un dato irrefutable es que “desde el 1 de julio de 2010 al 1 de julio de 2016 la población en 62 municipios de Puerto Rico mostró un decrecimiento de al menos 5%”, de acuerdo al Instituto de Estadísticas de Puerto Rico. Según la información que el propio Departamento de Educación expone, se supone que su “reorganización” genere ahorros que se utilizarán para: realizar mejoras físicas a las escuelas, dirigir más recursos al salón de clases, dotar a las escuelas con más programas académicos, integrar a los estudiantes a escuelas de “mejor calidad academica”, propiciar la integración de los padres y la comunidad y garantizar un “mejor aprovechamiento académico y retención escolar”.
Si esos propósitos del Departamento de Educación están vigentes, no tengo dudas de que el cierre de escuelas podría ayudar a centrar esfuerzos en alcanzar escuelas de “mejor calidad académica”. Una realidad también es que las escuelas “aisladas” o de poca matrícula, como práctica centenaria, han sido olvidadas y las mismas tienen que ingeniárselas para que se les nombren maestros de algunas especialidades, ¡a tiempo!, y se les ofrezca igual trato a la hora de asignarles otros recursos docentes y tecnológicos con los que se cuenta en las escuelas de más moderna construcción y más próximas a nuestros pueblos y ciudades.
Una lectura a varios artículos sobre el tema desde el “National Education Policy Center” (NEPC) nos indica, precisamente, que este tipo de acción en los Estados Unidos ha estado basada en dos presuntos beneficios: (1) la eficiencia fiscal y (2) una más alta calidad académica. Pues bien, si en tiempos de pérdida poblacional y de estrechez económica esos dos propósitos son argumentos centrales para todas las acciones posteriores, sería apropiado que los funcionarios a cargo repasaran la diferencia central entre eficacia y eficiencia. Cuando hablamos de “eficacia”, nos referimos a lograr un efecto deseado. Por otro lado, cuando nos referimos a “eficiencia” es hablar de concertar los esfuerzos para lograr ese efecto deseado, con el mínimo de recursos posibles o en el menor tiempo posible. En otras palabras, si el Departamento de Educación genera cambios, consolida escuelas en aras de alcanzar la “eficiencia” fiscal y la calidad académica de nuestros planteles escolares, en un tiempo y a costos “razonables”, entiendo que el País ¡gana!
En resumen, creo en este tipo de consolidación con propósitos centrales, si es que en el camino no se olvidan los mismos. Me consta que varias “reformas” o “reingenierías” de la educación pública han fallado, particularmente, porque en el camino se han olvidado de los propios motivos que las han originado.
En estos tiempos difíciles, la educación es, tal vez, la única esperanza que tenemos de mejorar la situación actual y futura, pero antes de cerrar cualquier escuela, deberíamos preguntarnos si esa acción propicia el logro real de los los dos propósitos fundamentales, la eficiencia fiscal y la calidad académica… De no ser así, por ejemplo, de optar meramente por una forzada eficiencia fiscal, nos enfrentaremos a un país despojado de la más preciada oportunidad de ser mejor. La educación de toda una generación, en tiempos de retos y anheladas oportunidades, está en juego y forzar cualquiera acción sin fundamento robusto es alejarnos del mundo “plano” y competitivo en cual desemos insertarnos. .